5 años recluido por un crímen que no cometió; las graves secuelas que le dejó la cárcel

Todo el maltrato judicial es absorbido por los internos. Cuando salen libres muchos llegan a la sociedad resentidos y con sed de venganza. Otros creen que no merecen que les pasen cosas buenas y deben conformarse con poco.

Freddy nombre cambiado tiene 41 años y estuvo preso cinco. Su cuerpo extremadamente flaco y una respiración cansada, además de enfermedades, son la herencia de los años de reclusión. Camina con dificultad y le cuesta subir las calles escarpadas de la ciudad de La Paz, más si lleva peso. Su corazón palpita acelerado cuando hace mucho esfuerzo y debe detenerse.

Pero el mayor daño de ese “proceso de rehabilitación”, asegura Freddy, es el trato discriminatorio que dan las autoridades a los internos, desde los policías hasta los jueces, que sumado a toda la estructura de corrupción e impunidad tiene un resultado dramático en los reclusos.

—En la cárcel nos inculcan que somos basura, que uno no sirve —dice.

Sentado a una mesa, en la habitación que pudo alquilar, la luz de una lámpara artesanal expone sus profundas líneas de expresión que lo presentan como un hombre diez años mayor. Además de robarle años de vida y salud, la cárcel le dejó cuentas vacías y aspiraciones truncadas.

Ingresó al penal de San Pedro de La Paz en 2014 acusado de asesinato. Un tribunal lo condenó a 30 años de cárcel con la declaración de un “testigo clave”. Una audiencia de apelación lo liberó de culpa. Salió en 2019. Siempre reclamó su inocencia, pero las autoridades judiciales lo llamaban “asesino”.

—¿Acaso es normal que a uno le digan asesino? —dice— Me afectaba mucho, yo no cometí ningún delito, pero de tanto que me lo decían los policías, jueces y fiscales, casi me lo creo.

Todo el maltrato judicial es absorbido por los internos. Cuando salen libres muchos llegan a la sociedad resentidos y con sed de venganza. Otros creen que no merecen que les pasen cosas buenas y deben conformarse con poco, como ocurre con Freddy.

—Yo he absorbido toda esa energía negativa de los policías, de los fiscales, de todo lado, de cómo me trataban, de cómo me empujaban, de caminar enmanillado frente a todos en la calle —refiere.

Freddy era administrador de una tienda de modas. Tenía una economía estable, un lugar cómodo donde vivir, una enamorada, estudiaba Contaduría. Era músico, compositor. Una mañana su vida tranquila fue abruptamente interrumpida por un grupo de 20 policías que, con el rostro cubierto y con armas largas, ingresó a su casa a desordenarla, a destrozarla. A su enamorada la trataron de “puta” y a él de “drogadicto”. Todo con golpes.

—Me arrebataron la vida —recuerda aún con pesar siete años después de lo ocurrido. Su enamorada lo abandonó, sus amigos se alejaron, algunos familiares lo negaron.

El proceso penal se llevó sus ahorros y lo dejó endeudado. En los pasillos de la justicia todo avanza lento o se trunca. “Parece a propósito”, piensa Freddy, porque “hay insinuaciones de pedido de dinero de las autoridades, te dicen ‘quiero ayudarte’”. En San Pedro vivió gracias a donaciones de sus hermanos y hermanas. Las cárceles públicas del país se han convertido en espacios privados que benefician a grupos de delegados que cobran derecho por el ingreso al penal; a policías que extorsionan y cobran por ingreso de productos, legales o ilegales; y a administradores penitenciarios que están confabulados con ellos.

En su estadía en la cárcel, Freddy sufrió de embolia pulmonar y una infección intestinal avanzada que lo llevó de emergencia al quirófano de un hospital. Hoy padece de anemia aguda. Cinco años de alimentación alta en grasas y carbohidratos y vivir hacinado le pasó una factura muy alta. Sin tomar en cuenta su salud mental.

—Tenemos que dormir en el piso como si hubiéramos hecho algo, así (las autoridades) nos dicen que no merecemos nada —remarca e identifica varios momentos de humillación a los que fue sometido por los efectivos de la policía, que munidos de una “falsa moral” miran a los internos con superioridad y desprecio.

Freddy considera que tal vez hubiera aceptado ese trato si fuera un delincuente que tiene como modo de vida “hacer daño a los demás”, pero “siendo inocente del cargo me dolía más”. Ese cúmulo de impotencia y maltrato le fue dejando una marca muy profunda en su mente. Y en San Pedro, como en todo el sistema penitenciario, no existe un programa efectivo para velar por la salud mental de los internos. Las crisis psicológicas son frecuentes, los intentos de suicidio y los suicidios suceden, pero el Estado no previene.

Freddy recuerda que cuando fue sentenciado a 30 años de cárcel quería morirse. Un sentimiento de angustia le subió por su pecho y se concentró en su cabeza. Estaba desorientado, ajeno, “como zombi”, dice, pensó en terminar con su vida “¿Qué voy a hacer aquí 30 años?”. Pese a su crisis, ningún psicólogo se le acercó, pero sucedió algo inesperado.

—Había un maleante, de quien todos tenían miedo, era como una de las personas más ruines, pero él me habló y pude tranquilizarme, porque yo veía mi vida acabada, eso me ayudó, siempre lo voy a llevar como un buen recuerdo.

Ahora en libertad, “vivo visitando médicos” refiere y pone sobre la mesa un legajo de recetas que debe cumplir. No puede engordar ni recobrar su constitución física de antes. También debe fortalecer su mente. Pero su principal desafío es encontrar un trabajo que le permita cubrir sus necesidades básicas. Su reencuentro con la sociedad fue chocante. 15 empresas le cerraron las puertas por sus antecedentes. Lo estigmatizaron. Trabajar en su rubro como administrador no es posible.

—Solo faltaba que me echen con agua —dice con una sonrisa entre sarcástica y amarga por el episodio vivido.

Siempre aspiró a ser jefe de una empresa, pero ahora la realidad lo pone de peón. Encontró trabajo en el sistema informal, donde no preguntan de dónde vienes, pero se trabaja mucho por muy poco, sin derechos laborales. Fue ayudante de albañil y luego de carpintería. Pero su condición física fue y es el principal obstáculo. No rinde en el trabajo.

—Al subir gradas ya me quiero desmayar, por falta de energías me quedo atrás —dice. Varias veces le descontaron el sueldo por no cumplir.

Reconoce que aún vive frustrado y con rabia por las pocas oportunidades que tiene. Pero quiere levantarse y salir adelante. Tiene una nueva compañera. Quiere especializarse para agarrar obras y contratos en carpintería y ya no ser un ayudante mal pagado.

—Estoy prometiéndole a mi esposa que mañana, cuando consiga un mejor trabajo, la voy a recompensar, así tengo que vivir, cuando antes no me gustaba que me hagan favores —refiere, esperanzado en que su realidad precaria no será por siempre, aunque los obstáculos sociales lo acechen.

(El nombre del entrevistado fue cambiado a pedido para mantener su anonimato)/ANF

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